Qué es «arte»

 

«El arte culto no es superior al popular»

Entrevista de Juana Libedinsky a JOHN CAREY, profesor inglés de Estética. Publicada en el diario La Nación, 6-9-2006. 

OXFORD.- El Estado no debería financiar las salas de ópera lujosas. La televisión -telenovelas y reality shows, incluidos- es el gran invento cultural del último medio siglo. No hay obras de arte más importantes que otras.

Curiosamente, quien dice esto no viene exactamente de las antípodas de la alta cultura. John Carey es profesor emérito de la Universidad de Oxford, decano de los críticos literarios de The Sunday Times, presidente del jurado que elige al premio Booker (el más importante de la literatura anglosajona), biógrafo de Thackeray y de John Donne, miembro de la Academia Británica y amante de los placeres más refinados de la vida civilizada.

Pero en su último libro, «¿Para qué sirven las artes?», que publicará en castellano Siglo XXI, no duda en salir con los tapones de punta ante cualquier afirmación de que el arte que les gusta a sus elegantes pares de toga sea mejor que el que disfruta la vecina del barrio en chancletas y con los ruleros puestos.

En el polémico best-seller ¿Para qué sirven las artes? que tiene divididos a los intelectuales británicos («Incisivo y brillante», según The Guardian; libro favorito del año para The Independent; idiota para The Times), Carey, nacido en 1934, argumenta que el arte es todo aquello que alguien alguna vez haya pensado que es arte.

«No existen estándares objetivos para juzgar qué obras son superiores«, dice, en diálogo con LA NACION, tomando una taza de té en los idílicos jardines de Merton College.

El celebrado autor de «Los intelectuales y las masas. Orgullo y prejuicio en la i ntelligentsia literaria, 1800-1939″ se declara espantado por el apoyo financiero que dan los Estados a lo que denomina «la cultura culta».

«Es ridículo usar el argumento de que hay que destinar fondos públicos a la alta cultura porque es la manera de permitir el acceso de las masas a lo que es considerado el buen arte, para que aprendan a valorarlo -dice-. Hasta ahora eso nunca se ha dado. Se ha estudiado la composición de los visitantes a museos en distintas partes del mundo, por ejemplo, y el resultado es que cuando la entrada es gratuita no cambia sustancialmente la composición demográfica. Lo mismo ocure con los teatros nacionales. Entonces, no creo que aquellos a quienes no les gusta la ópera o no quieren ir a la ópera deban financiar con sus impuestos a los que sí quieren. En particular, yo odio la ópera del Covent Garden, un edificio tan lujoso que mucha gente se sentiría socialmente fuera de lugar allí, y que da el mensaje de que la ópera, la clase alta y el lujo son cosas que, naturalmente, van juntas. No es un mensaje que deba darse con los fondos públicos

-Pero, por ejemplo, en el caso del Teatro Colón, en la Argentina, un argumento que se esgrime es que el Estado debe mantenerlo porque es parte de nuestro orgullo nacional. ¿No es una idea válida?

-Es interesante, porque con el argumento del orgullo nacional es como nacieron las grandes colecciones nacionales. El Louvre, por ejemplo, se armó con las obras que Napoleón iba robando de otros países. Hitler también robó vilmente escudándose en el argumento del orgullo nacional. El arte es lo mismo que el equipo de fútbol: usarlo para el orgullo nacional es un error. Es cierto, Blair va a llevar a algún otro jefe de Estado a nuestro museo, pero el arte no tiene nada que ver con permitirle al señor Blair que se luzca. Es la gente común la que tiene que comprometerse con el arte, participando, y no sólo mirando de lejos con admiración. Por ejemplo, para lo único que está probado en parte que sirve el arte es para proyectos como la reinserción de los presos en la comunidad, de gente con comportamientos antisociales. Pero las grandes sumas estatales van a las instituciones de prestigio que las masas, se supone, deben visitar para elevarse y cosas así.

-¿Cómo surgió la idea de alzarse contra la superioridad del arte culto?

-Mi libro anterior fue sobre los intelectuales modernistas británicos, como Virginia Woolf, D.H. Lawrence, T.S. Eliot, y su relación con las masas, sobre la forma en que reaccionaron a la cultura popular. Lo resumo en dos palabras: la odiaban. Odiaban a las masas y querían eliminarlas, eran intelectuales que dijeron cosas extremadamente violentas contra quienes no tenían su mismo gusto. Así surgió mi interés en ver por qué hay tanta gente que venera el arte culto y lo siente superior al popular. Quise ver si podía encontrar razones que lo justificaran. Por supuesto, tuve que arrancar con la pregunta de qué constituye una obra de arte. Y cuanto más investigué, más fascinante me resultó el tema, porque, sobre todo después de Duchamp y de Warhol, no pude encontrar explicaciones que sigan sirviendo. ¿Qué psicólogo va a aceptar que una obra de arte sea algo que nos hace mejores personas, como creen quienes dicen que te eleva o que da mayor sensibilidad? Otros siguen creyendo que una obra de arte es aquella elegida por Dios, pero me cuesta creer que podamos saber qué elige Dios. Finalmente, lo que ocurre es que si decimos que una obra de arte es superior a otra -y la gente lo dice-, lo que estamos diciendo es que el sentimiento que nos provoca es superior al sentimiento que otro tipo de arte provoca en otra gente. Eso es absurdo, porque nunca vamos a poder saber qué pasa por la cabeza de los demás. Jamás podremos sentir lo que otros sienten. Al final, todo es opinión y subjetividad, cosa que vuelve locos a los expertos.

-¿La Mona Lisa no es intrínsecamente mejor que un paisaje de Calamuchita pintado por el artista del pueblo?

-No creo que sea intrínsecamente mejor. El experimento mental para darse cuenta es suponer que los seres humanos ya no existen y que Dios tampoco existe. ¿Tendría la Mona Lisa valor en ese caso? No; las obras de arte tienen valor porque alguien les da valor. Que mucha gente piense que la Mona Lisa es valiosa y que signifique algo para ellos obviamente es importante, pero eso no quiere decir que aquel que prefiera la pintura de su barrio esté errado de la misma manera que estaría errado si hubiera hecho una suma mal o deletreado mal una palabra. No existe un examen objetivo para certificar que la Mona Lisa es mejor. Su superioridad no puede medirse. Y no hay por qué hacer sentir avergonzada a la gente que no le gusta algo que es considerado una obra de arte. Además, aunque hubiera leyes objetivas en la estética, sería muy difícil encontrar aquellas que atravesaran todas las culturas. En el arte occidental, por ejemplo, la destreza del artista y su originalidad son muy importantes. En cambio, para la cultura oriental lo que tiene valor es mantenerse dentro de la tradición. La calidad de un dibujo de Miguel Angel comparado con el de un niño es sólo evidente dentro de una cultura familiarizada con ese tipo de arte. Frente a obras de tradiciones radicalmente distintas, la mayor parte de nosotros estaría perdido. Por eso, decir que un tipo de arte es superior al otro es ridículo y ofensivo, aunque muchos lo hagan.

-¿Cree que la literatura es superior a todo tipo de arte visual?

-La literatura es el único arte que estimula la energía imaginativa. Al leer, hay que ir imaginando la acción. Nada está ya dado por una imagen. Una imagen puede dar placer de muchas maneras, pero al final siempre volvemos a sus trazos y colores, mientras que la literatura va cambiando con cada lectura. Es un medio mucho más fluido. Por otra parte, la literatura es el único medio que puede criticar argumentativamente, dado que su medio es el lenguaje, el vehículo por excelencia del pensamiento racional, que a la vez puede moralizar. Hay conceptos como la libertad que sólo pueden expresarse con palabras, a pesar de lo que diga el arte conceptual. Para mí, sin duda la literatura es el arte superior, pero para ser coherente insisto en que esto es una cuestión de gusto, subjetiva. A mi hijo, que es músico, le gusta más la música justamente porque no puede argumentar, pero en cambio puede dar los sentimientos puros que uno tiene al argumentar.

-¿LE GUSTA EL ARTE CONCEPTUAL?

-No obtengo ningún placer de él, pero reconozco que sirvió para ampliar lo que la gente piensa que es una obra de arte y para mostrar cuán subjetivo es todo. Lo que sí me molesta es cómo los críticos de arte intentan explicar los «conceptos» detrás de estas obras de manera pomposa e inentendible, y cómo muchas veces, financiado con fondos públicos, el arte conceptual se usa meramente para escandalizar al ciudadano medio.

-En Buenos Aires, Spencer Tunick armó fotos de desnudos masivos en la vía pública y mucha gente se ofendió. ¿Qué opina?

-Creo que estaría de acuerdo con la gente que se ofendió. El arte a veces está destinado a ofender, y está bien que así sea. Estoy pensando en las caricaturas políticas que ofenden a un dictador, por ejemplo. Pero me preocupa la superioridad de quienes dicen que el arte que ofende a la gente menos sofisticada es algo bueno, que hay que ampliarle la mente a esta gente estrecha para que se vuelva más como uno, porque somos mejores. Es un argumento sospechoso. El valor de escandalizar, por sí mismo, es escaso, puesto que con abrir un diario o con encender la televisión las noticias, solitas, lo hacen todo el tiempo. Si el arte se suma a lo mismo, puede alejar, más que acercar a la gente. Si el arte da el mensaje de que es algo elitista y de que quienes lo aprecian se sienten superiores y quieren convertir a los demás a su manera de pensar, eso no va a acercar a nadie. Por el contrario: los artistas tienen que mostrar buenas maneras, transmitir su mensaje de manera inteligente, y no ofensiva. Creo que en el caso de Tunick en Buenos Aires, yo hubiera estado con los puritanos

-¿Y qué hay de la televisión, tan vilipendiada? A usted le gusta

-La televisión es el gran invento de mediados del siglo XX que cambió la vida cultural para mejor. Mucha gente jamás hubiera visto una obra de teatro o una ópera de otra manera. Mi propia madre vio una obra de teatro de Shakespeare por primera vez en la TV. La obra no le gustó nada, pero al menos así la vio. La televisión es este objeto maravilloso que enriqueció la vida de millones de personas. Cuando el cable está tan popularizado y hay tantas opciones, criticar a la televisión es algo que no debería hacerse más. Los mismos argumentos se usaban respecto de la radio. Las cosas que George Orwell decía, incluso respecto de escuchar una sinfonía en la radio como una basura para las clases bajas, hoy resultan increíbles. La televisión es muy buena para adaptar clásicos e introducir a mucha gente en libros que de otro modo nunca leería. Es cierto: con las dramatizaciones se pierde el ejercicio de imaginación que implica la lectura. Pero es una buena introducción a los clásicos para millones. La TV es de un alto valor cultural.

-Pero la mayor parte de los televidentes, supongo, no ven debates ni obras de Shakespeare, sino reality shows y telenovelas

-Las telenovelas hoy están escritas de manera muy cuidadosa por gente que sabe. No pueden descartarse como basura. Reality shows en realidad yo no veo tantos, pero es imposible suponer que algo así no tenga valor, porque no tendría la audiencia que tiene. Creo que, a diferencia de las telenovelas, los reality shows desaparecerán, porque es muy difícil mantener interesada a la audiencia por mucho tiempo y al final todo es sexo y ver comer a los participantes, lo que resulta tedioso. La escritora Germaine Greer fue a «Gran Hermano» y dijo que se había arrepentido de haberlo hecho. Pero que hasta una intelectual haya elegido participar en un reality show ya dice algo importante, ¿no le parece? .

Lo que el cine muestra. Apuntes filosóficos.

Entrevista de Claudio Matyniuk a SILVIA SCHWARZBÖCK, profesora de Estética en la carrera de Filosofía de la UBA, publicada en el diario Clarin, 7.6.1009

Sobre los vectores en los que se basa la sociedad contemporánea: la felicidad, el amor, la manipulación, la justicia, los ideales, la catarsis, los intercambios, formas de dominio, el arte. LA FILOSOFIA Y EL CINE PARA PENSAR LA EXISTENCIA

Vivimos en una sociedad para la que Don Corleone, que parece tan libre como impune, encarna las aspiraciones de bienestar y alegría. Siglos atrás, los libertinos representaban los mismos ideales.

 

¿Por qué se concibe a la felicidad como superficial y al sufrimiento como profundo?

Es que la felicidad está asociada al mundo sensorial, al placer ligado al cuerpo y a la vida cotidiana. Hasta que estos temas no entran en el repertorio de la filosofía, la felicidad es un problema individual. Aparece como un concepto vacío, que se identifica con un objeto (éxito, dinero, placer, amor, gloria, reconocimiento, sabiduría). Por más elevado que sea el objeto al que un ser humano aspira, la felicidad que le proporcionaría alcanzarlo es la propia, no la ajena. Por eso, cuando los filósofos antiguos se preguntan por la vida más feliz, la piensan como la «vida buena», como la vida más perfecta. Y aclaran que quizá ningún hombre, excepto el sabio, esté en condiciones de vivir esa vida que exige la mente. El sufrimiento, en cambio, como se relaciona con experiencias que forjan el carácter, resulta incuestionable, por lo menos hasta el siglo XIX.

¿Lo doloroso enseña?

Claro. Lo doloroso fortalece y vuelve adultas a las personas. Es más fácil justificarlo, porque forma parte del aprendizaje de la virtud. Quienes invierten esta lógica sobre la felicidad banal y el sufrimiento profundo son los hegelianos de izquierda.

¿A quiénes se refiere?

A Feuerbach, Stirner y Marx en el siglo XIX; en el XX, Adorno y Nietzsche, que no rechaza el sufrimiento, porque sin sufrimiento la vida no sería intensa, pero no lo considera profundo. Se trata de filósofos que desconfían de todo lo que la filosofía ha considerado alto, noble e imperecedero y, en cierto sentido, de la filosofía misma, porque ella no quiso preguntarse, durante siglos, al servicio de qué intereses postulaba un mundo espiritual opuesto al material. Recién en el siglo XIX, con la sociedad de masas en curso, la filosofía estuvo en condiciones de pensar la felicidad como un deseo humano realizable en este mundo; y al sufrimiento, como el producto de su no realización, entendida como injusticia.

A veces, los pobres conciben a los ricos como felices. Pero los filósofos suelen hablar más de ascetismo que de pobreza. ¿Cuáles son los matices?

Los pobres saben, dolorosamente, que «la plata no se hace trabajando». Y mejor aún que los pobres, lo saben los ricos de nacimiento. El problema de los pobres es que no tienen una moralidad propia, creada por ellos, para hacerla valer por sobre el resto de la sociedad. El ascetismo siempre fue una opción para los más o menos ricos, no para los pobres (igual que los movimientos anti-consumo). Los filósofos ponderaron el ascetismo cuando lo vieron como un signo de merecimiento. Como en la historia de la filosofía predominó el idealismo, más que el materialismo, el problema de la felicidad se redujo al merecimiento: ¿por qué el hombre injusto es más feliz que el justo?, preguntó Platón. Los tiempos felices -dicho con la sinceridad brutal de Hegel- son «las páginas vacías de la historia». Sólo cuando la filosofía, con los hegelianos de izquierda, cambia el eje del merecimiento por el de la autenticidad, y la pregunta la hace desde la política emancipatoria, no desde la ética, la felicidad propia y la ajena se convierten en un solo problema.

¿Cuál?

La felicidad propia, para ser auténtica y no falsa, necesita que se den las condiciones materiales para la ajena. El ascetismo deja de ser índice de merecimiento. La política, en compensación, pasa a ser enmascaramiento de los intereses de los poderosos, a menos que se vuelva emancipatoria y cree condiciones materiales igualitarias para que todos puedan satisfacer las necesidades corporales. Así, aunque no todos lleguen a ser felices (porque la felicidad excede la tranquilidad económica y el vivir en una sociedad justa), los que sí lo logren, lo lograrán de un modo auténtico.

¿Qué sería capaz de acercarnos hoy sensaciones de felicidad?

Es curioso: hoy la gente cree que la felicidad irradia de figuras como la del mafioso, que es la representación contemporánea del libertino del siglo XVIII: un sujeto absolutamente libre e impune. De esta representación disfrutamos perversamente las personas de todas las clases sociales, sea a través de las ficciones o de las noticias. La mafia es la aristocracia contemporánea, tal como lo muestra El Padrino, la trilogía de Coppola sobre el capitalismo. De hecho, la aristocracia siempre se comportó igual que la mafia.

¿Por qué el libertino pudo haber sido concebido como sujeto feliz?

Pudo y puede concebirlo como feliz quien observa el libertinaje desde la perspectiva de la impunidad. No puede concebirlo como feliz quien ve el programa libertino como más realista y menos utópico que cualquier programa igualitario. La verdadera falta de libertad no está tanto en no poder ejercer el propio sadismo sin esperar represalias como en no poder confiar en el prójimo. La ventaja absoluta del libertino, en este sentido, es su absoluta falta de miedo. Él es libre porque no teme ser víctima de lo mismo que comete. Su problema, en todo caso, es el mismo del mafioso: cómo llegar a ser impune dentro de la organización a la que pertenece, no sólo fuera de ella.

¿Podría aclararlo?

El precio que paga el libertino por llegar a ser impune en la sociedad civil es aceptar que dentro de la sociedad libertina consentirá, si llega el caso, ser la víctima de alguien más poderoso. El libertino ingresa a una sociedad secreta que es jerárquica. Todo lo que puede hacer por pertenecer a ella no deberá hacerlo bajo el imperio de las pasiones, sino por el frío dictado de la razón. Es la máxima de Corleone: «No es personal, son negocios». Sade ha pensado, con rango filosófico, cómo se puede organizar una sociedad del crimen que sea completamente impune. La esclavitud de la razón, para él, es la que impone el Estado. Para liberarse de ella basta con entrar en la sociedad de los libertinos. Pero de la esclavitud de las pasiones nadie está exento. Se trata de un residuo indeseado de la naturaleza, que puede destruir la sociedad libertina, porque entre las pasiones más fuertes siempre se impone el resentimiento, el ansia de mostrarse superior y el deseo de venganza.

¿El libertino es libre respecto de los más débiles pero no respecto de los más poderosos?

Exacto. De ahí que la fascinación que produce el mafioso, como su versión contemporánea, no admita lecturas políticas emancipatorias o libertarias: nada más reaccionario que fantasear unirse a los poderosos en una sociedad secreta contra los débiles. La fascinación que produce el libertinaje es la de poder experimentar la realidad desde el punto de vista del verdugo, como en las películas de terror sádico para adolescentes, donde las víctimas son adolescentes, como el público, pero el público está identificado con el que organiza los suplicios. Es pura catarsis. Y es la felicidad la que tiende a ser identificada con la catarsis, y la catarsis con un juego en el que uno, por un rato, deja de ser uno y se pone en el lugar de otro.

¿Hay zonas oscuras en la dimensión de los sentimientos?

Sí. Hay una escena en El deseo de Veronika Voss, de Fassbinder, en la que una pareja agradece a su proveedor de drogas que les cobre por eso que les da. El problema -según la película- es lo que uno tiene que pagar cuando no le cobran por lo que le dan. Uno se expone a mucho en las relaciones donde no se dice lo que cuesta lo que a uno le dan. Lo que ve Fassbinder es que todo tiene un precio y que ese precio es más bajo cuando se dice cuál es y se pone en dinero que cuando no se dice y se cobra de manera simbólica.

¿Las relaciones amorosas pueden escapar a la lógica del dominio? ¿Hay justicia en el amor?

El amor es el terreno donde todos podrían ser felices y donde la felicidad, por eso mismo, se les niega a todos. Aquí no importan las cualidades personales (belleza, dinero, inteligencia, talento). El derecho a ser amado es el único derecho por el que no se puede reclamar en nombre de la justicia. Ningún individuo puede ser obligado a corresponder la demanda de amor de otro. Pero aun en la situación ideal, la de una relación amorosa correspondida, la reciprocidad engendra una paradoja: si esa reciprocidad existiera realmente, el amor se destruiría, porque sería una transacción de afecto perfecta y respondería a la lógica del intercambio que reina en la sociedad. En las relaciones correspondidas cada persona cree que ama más que la otra, aunque sepa que la otra la ama. En Minima moralia, Adorno dice que la prueba del amor verdadero no está en recibir la misma cantidad de amor que se da, sino en no ser manipulado cuando uno se encuentra frente al otro en la posición ideal para ser víctima de su manipulación. Esta fórmula valdría para cualquier forma de amor, desde la amistad hasta las relaciones entre padres e hijos. La manipulación es más normal y frecuente que el desamor.

Respecto de la felicidad, algunos cineastas han pensado más que los propios filósofos: Luchino Visconti en Rocco y sus hermanos, Sergio Leone en Erase una vez en América, Michael Hanecke en La profesora de piano, Rainer Werner Fassbinder en toda su filmografía. Ellos pensaron la felicidad por la vía negativa, planteando su imposibilidad. «