CRITICA FILOSOFICA A LA IDEA DE LA VERDAD
El cine, como la filosofía y la literatura, y los otros rubros de la cultura, se encargan de demoler el concepto de verdad.
EFECTO RASHOMON
El título de la película japonesa de Akira Kurosawa de 1950, que ganó el León de Oro en el Festival de Venecia y el Oscar a la Mejor Película Extranjera, sirve para denominar el fenómeno que se refiere a la subjetividad que se detecta en la percepción y en la memoria de los hechos, cuando los distintos testimonios de un mismo acontecimiento ofrece relatos o descripciones de ese acontecimiento, sustancialmente distintos e incompatibles, y sin embargo son igualmente plausibles.
Ello se debe a la inconmensurabilidad (no se pueden comparar), subjetividad e indecibilidad (no hay elementos para decidir entre ellas) entre las cuatro versiones que se dan de los hechos a partir del relato de cada personaje (el monje, el mendigo, la mujer y el marido). Lo que la película demuestra es que es imposible determinar la verdad de un modo unívoco, indudable y apodíctico.
La película desarrolla una visión cuestionadora del concepto de «verdad». Muestra las dificultades y la naturaleza engañosa, la imposibilidad de llegar a una verdad única. Plantea una mirada alejada del concepto de verdad totalizadora y objetiva.
RASHOMON Y LA FILOSOFIA
En un mundo quebrado y desilusionado por la guerra (recordemos que Rashomon es de 1950, década oscura, escéptica, en la que Heidegger se retira al bosque y Sartre intenta recuperar la confianza en la existencia humana a través de los conceptos de proyecto, responsabilidad y libertad con su optimismo existencialista) sólo hay verdades subjetivas, personales, engañosas. Más que verdades son ilusiones, autoengaños, arte de fingir, si tomamos a filósofos como Nietzsche, o Kant, o Hume, y remontándonos a los orígenes de la filosofía occidental, a los escépticos antiguos, los cínicos griegos, como Diógenes.
Esta línea filosófica va de la mano de la secularización o «muerte de Dios». La famosa frase «Dios ha muerto» conlleva la ausencia de una mirada totalizadora, una perspectiva por encima de lo humano que permite enunciar «la» verdad, lo verdadero. El concepto de verdad única y universal necesita de una fuente de enunciación válida como puede ser Dios o la ciencia, la creencia positivista en la objetividad.
Al caer la creencia en dios, el mundo queda ausente de verdad.
Los llamados postnietzscheanos o postestructuralistas, como los franceses Foucault, Deleuze, Nancy, Derrida, o los italianos Agamben y Espósito, el moderno perspectivismo como el de Quine, los postulados sobre las prácticas línguísticas del último Wittgenstein, epistemólogos, pragmatistas americanos con Richard Rorty a la cabeza, son algunas de las principales corrientes en la línea de la crítica al concepto de verdad. Son escalones en el camino o proceso de destrucción del concepto de lo verdadero.
ALGUNOS PLANTEOS CRITICOS O CUESTIONADORES DEL CONCEPTO de «VERDAD»
KANT (1724-1804)
CRITICA DE LA RAZON PURA (1785)
Dentro de la Crítica, la obra más importante de Kant, específicamente al inicio del Tercer Capítulo del Libro Segundo, en el que diferencia los fenómenos de las ideas o creencias, de los que se ocupa en la Dialéctica, argumentando contra el idealismo, dirá que los conocimientos de las cosas del mundo ocupan un lugar ínfimo, al lado de las creaciones o fantasías de la mente:
«Ya hemos recorrido el territorio del entendimiento [se refiere a la facultad humana que lleva al conocimiento objetivo]. Ese territorio empero es una isla, a la cual la Naturaleza misma ha asignado límites invariables. Es la tierra de la verdad (nombre encantador), rodeada por un inmenso y tempestuoso mar, albergue propio de la ilusión, en donde los negros nubarrones y los bancos de hielo, deshaciéndose, fingen nuevas tierras y engañan sin cesar con renovadas esperanzas al marino, ansioso de descubrimientos, precipitándolo en las locas empresas, que nunca puede ni abandonar ni llevar a buen término.»
NIETZSCHE
SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL (1873, publicado póstumo en 1903)
Nietzsche arremete contra la filosofía en sí, contra la filosofía occidental, la religión, la historia, la ciencia, es decir todos los relatos que le brindaba la cultura de su época.
Nietzsche plantea la necesidad biológica de fingir por parte del ser humano, para sobrevivir. La verdad, o lo que se considera socialmente verdadero, sería entonces una mentira colectiva. y el impulso o búsqueda de la verdad sería un olvido o represión inconsciente de las mentiras construidas por la cultura.
Para Nietzsche la sociedad premia la verdad y castiga o penaliza la mentira por una codificación o contrato social. La fuente de crear «verdades» en el hombre, estaría en su imaginación, en su capacidad de crear metáforas. La mente humana cuenta con una facultad radical e innovadora de imaginar.
Comienza el texto a la manera de un relato tradicional, y haciendo alarde del exquisito estilo literario nietzscheano:
«En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal»: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto nbo hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda [aquellos que se ponían en los lugares públicos con una cuerda al hombro a fin de que cualquiera pudiese contratarle para llevar cosas de carga o hacer otro mandato] quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
(…) El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad—. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda —pero no ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas—. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón.
En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades.
(…) Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” —es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar.
RICHARD RORTY
RICHARD RORTY y PASCAL ENGEL: ¿Para qué sirve la verdad? (2005)
Postura de los pragmatistas norteamericanos
Rorty intenta mostrar que la verdad no tiene la importancia que se le otorga. La línea pragmatista norteamericana corre o desplaza a la verdad como centro del interés filosófico, dado que no sirve como explicación, carece de sentido. Tampoco es útil en el plano de la ética, y conceptualmente es una tautología:
Señalar que algo es «verdadero» «es simplemente un dispositivo para hablar de nuestros enunciados, y aprobarlos, y no un término que designe un mundo objetivo que trascendería nuestra aprobaciones en el seno de nuestros auditorios y comunidades.Dado que el concepto de verdad es tan delgado y tan poco sustancial, se sigue que el rol epistémico que habitualmente se acuerda a la verdad – el de ser una norma o un fin de nuestras investigaciones, y en particular de las investigaciones científicas- simplemente no puede ser cubierto: la verdad no es ni una norma, ni un fin último. No puede ser una norma en el sentido de regular la investigación, porque no se la puede conocer, ni puede ser un fin último en tanto no es un valor intrínseco, aunque pueda tener un valor instrumental. Por lo tanto, invocar la verdad no sirve para nada, sea en ciencia, en filosofía, en ética o en política.»
Estas tesis despiertan resonancias escépticas o nihilistas. A menudo, se las ha calificado de relativistas. Pero Rorty niega ser un relativista en cuanto a la verdad, porque el relativista es el que dice: ¨No hay otra verdad que la que es verdadera para mí».
Rorty, en cambio, sostiene que esa palabra carece de sentido descriptivo, y que sólo posee un sentido expresivo: expresa un estado del locutor y de su aprobación respecto de su auditorio. Rorty no se propone eliminar el concepto, sino que busca disipar las ilusiones y los mitos que se asocian a ella. Es por ello que prefiere llamar «irónica» a su posición.
«Problemas como ¨bien¨, ¨justo¨ y ¨verdadero¨ son, desde Platón, problemas para filósofos. No es interesante discutir sobre ellos. Son debates puramente escolásticos y particularmente fastidiosos.»
Rorty argumenta contra la «verdad» a partir del concepto de «responsabilidad»: Si se deja de lado el concepto de verdad, «ya no nos sentiremos tan inclinados a pensar que tenemos responsabilidades con respecto a entidades distintas de las entidades humanas -entidades que podríamos llamar, por ejemplo, ¨verdad¨o ¨realidad¨-. A menudo, propuse que se considere el pragmatismo como una tentativa dirigida a completar el proyecto humanista del Renacimiento y de la Ilustración. Los pragmatistas quieren ayudarnos a comprender que es necesario que dejemos de creer que tenemos ni siquiera la menor obligación con respecto a cualquier sustituto de Dios. El pragmatismo de James, como el existencialismo de Sartre, intentaba convencer a los hombres de que no deben construir tales sustitutos.»
MICHEL FOUCAULT
VERDAD Y PODER
Foucault describe la «verdad» como un efecto de poder no de los discursos, sino en el interior de los discursos, como un «régimen discursivo»: «es un «régimen» en el discurso y en el saber». Es un régimen de inteligibilidad. Le interesa ver «cómo se producen los efectos de verdad en el interior de los discursos que no son en sí mismos ni verdaderos ni falsos».
Por «verdad» entiende un conjunto de procedimientos reglamentados por la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación, y el funcionamiento de los enunciados.
La «verdad» está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan. Es el «Régimen» de la verdad. Es lo que rige los enunciados y la manera en la que se rigen los unos a los otros para constituir un conjunto de proposiciones aceptables científicamente y susceptibles en consecuencia de ser verificadas o invalidadas mediante procedimientos científicos.
«Problema en suma de régimen, de política del enunciado científico. A este nivel, se trata de saber no cuál es el poder que pesa desde el exterior sobre la ciencia, sino qué efectos de poder circulan entre los enunciados científicos; cuál es de algún modo su régimen interior de poder; cómo y por qué en ciertos momentos dicho régimen se modifica de forma global.
Son estos diferentes regímenes los que he intentado localizar y describir en Las Palabras y las Cosas. Diciendo, bien es verdad, que no intentaba de momento explicarlos. Y que era necesario intentar hacerlo en un trabajo posterior. Pero lo que faltaba en mi trabajo, era este problema del «régimen discursivo», de los efectos de poder propios al juego enunciativo
En el punto de confluencia entre laHistoria de la locura y Las Palabras y las Cosas se encontraba, bajo dos aspectos muy diferentes, ese problema central del poder que yo había por entonces aislado muy mal.
La manera como el poder se ejercía concretamente y en detalle, con toda su especificidad, sus técnicas y sus tácticas, no se planteaba la mecánica del poder; jamás era analizada.
Sólo se ha podido comenzar a realizar este trabajo después del 68, es decir a partir de luchas cotidianas y realizadas por la base, con aquellos que tenían que enfrentarse en los eslabones más finos de la red del poder. Fue ahí donde la cara concreta del poder apareció y al mismo tiempo la fecundidad verosímil de estos análisis del poder para darse cuenta de las cosas que habían permanecido hasta entonces fuera del campo del análisis.
Cuando se definen los efectos del poder por la represión se da una concepción puramente jurídica del poder; se identifica el poder a una ley que dice no; se privilegiaría sobre todo la fuerza de la prohibición. Ahora bien, pienso que esta es una concepción negativa, estrecha, esquelética del poder que ha sido curiosamente compartida. Si el poder no fuera más que represivo, si no hiciera nunca otra cosa que decir no, ¿pensáis realmente que se le obedecería? Lo que hace que el poder agarre, que se le acepte, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho la atraviesa, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social más que como una instancia negativa que tiene como función reprimir.
(…) la verdad no está fuera del poder, ni sin poder (no es, a pesar de un mito, del que sería preciso reconstruir la historia y las funciones, la recompensa de los espíritus libres, el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos que han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su «política general de la verdad»: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdadero.
En sociedades como las nuestras la «economía política» de la verdad está caracterizada por cinco rasgos históricamente importantes: la «verdad» está centrada en la forma del discurso científico y en las instituciones que lo producen; está sometida a una constante incitación económica y política (necesidad de verdad tanto para la producción económica como para el poder político); es objeto bajo formas diversas de una inmensa difusión y consumo (circula en aparatos de educación o de información cuya extensión es relativamente amplia en el cuerpo social pese a ciertas limitaciones estrictas); es producida y transmitida bajo el control no exclusivo pero si dominante de algunos grandes aparatos políticos o económicos (universidad, ejército, escritura,
medios de comunicación); en fin, es el núcleo de la cuestión de todo un debate político y de todo un enfrentamiento social (luchas «ideológicas»).
El régimen de verdad es esencial a las estructuras y al funcionamiento de nuestra sociedad. Existe un combate «por la verdad», o al menos «alrededor de la verdad» —una vez más entiéndase bien que por verdad no quiero decir «el conjunto de cosas verdaderas que hay que descubrir o hacer aceptar», sino «el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se ligan a lo verdadero efectos políticos de poder»; se entiende asimismo que no se trata de un combate «en favor» de la verdad sino en torno al estatuto de verdad y al papel económico-político que juega.
Entiendo por «verdad» un conjunto de procedimientos reglamentados por la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación, y el funcionamiento de los enunciados. La «verdad» está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan. «Régimen» de la verdad.Este régimen no es simplemente ideológico o superestructural; ha sido una condición de formación y de desarrollo de las sociedades.
La cuestión política es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es «cambiar la conciencia» de las gentes o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de la producción de la verdad.
No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder — esto sería una quimera, ya que la verdad es ella misma poder— sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el momento. La cuestión política, en suma, no es el error, la ilusión, la conciencia alienada o la ideología; es la verdad misma.»