«Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño.»
La que sería la última película del gran Ingmar Bergman, fue creada para la televisión. Estaba dividida en cuatro partes, sumando un total de más de 5 horas de duración, y luego fue reducida para su versión cinematográfica.
En la que sería su testamento cinematográfico, Bergman se despide, o cree despedirse, del cine:
«Decirle adiós al cine fue muy simple porque ya no sentía las manos. A un coche antiguo, a un Hertz o un Jaguar, le puedes meter dos motores nuevos y basta. Pero si está muy mal a la par que antiguo, eso es otra cosa. Y así me sentí yo al dejar el cine. En la última película que rodé, empecé a temblar. Esa película se llamó Fanny y Alexander y el rodaje duró siete meses. Era una serie de televisión y trabajamos todos los días durante siete meses, sin parar. Al final del día tenÍa que tener mis tres minutos y había tantos actores y actrices. Me dije a mi mismo: si quieres vivir más tiempo, tienes que prepararte para la vejez. En cierto modo, fue una despedida maravillosa. Trabajamos juntos, nos reímos juntos, lloramos juntos…
La concibe como una autobiografía de su infancia, una ponencia de su entorno familiar, por un lado, y del nacimiento de su amor por el teatro que luego se traduciría en su labor como director teatral y cinematográfico, por el otro.
“Lo que yo más deseaba en el mundo era un cinematógrafo. Un año antes [tenía entonces 9 años] había ido al cine por primera vez y había visto una película que trataba de un caballo, creo que se titulaba Belleza negra y estaba basada en un famoso libro infantil. La pasaban en el cine Sture y nosotros estábamos en la primera fila del anfiteatro. Para mí ése fue el principio. Se apoderó de mí una fiebre que no desaparecía. Las sombras silentes vuelven sus pálidos rostros hacia mí y hablan con voces inaudibles a mis más íntimos sentimientos. Han pasado sesenta años y nada ha cambiado, sigue siendo la misma fiebre.”
Bergman se nos presenta a través de dos personajes: Alexander, que expresa el recuerdo de sus vivencias infantiles, y de la abuela Helena, que al final de su vida, nos da una visión del sentimiento de la vejez.
Vida y teatro aparecen inescindibles.
Sueños, magia, marionetas, deseos inconfesables, sufrimiento y felicidad, luminosidad y sombras. Todo está contenido en la visión bergmaniana de la vida.
Bergman crea una puesta en escena de un barroquismo visual inigualable, de una lujuria de colores y de pasiones, como nunca antes.
En la coda de su obra y de su vida, Bergman parece hacer las paces.
Paz con su infancia de niño desdeñado por su madre y sometido a la severidad luterana de su padre obispo. Paz con la casa Bergman de la infancia en donde el chico Ingmar, ayudado por su hermana Margaretta afronta con la linterna mágica y las cintas de celuloide coloreadas a mano, el desamor y el castigo paternos como pedagogía de la vida que vendrá: depresiones, ira, enfermedad, violencia familiar, melomanía. Teatro y cine.
Fanny y Alexander es un monumento a sí mismo, una película desmedida, inacabada, deslumbrante, desbordante de sorpresas. Es también un film sereno en donde la tragedia parece ser admitida como parte de un todo mayor.
Es la mirada de aceptación de un hombre que se asoma a la vejez y que ha vivido una vida tormentosa, auscultando almas y psicologías. En Fanny y Alexander Bergman incorpora la parte luminosa que convive con el dolor.
La primera parte, coral, se desarrolla en la casa de la abuela Helena Ekdahl, como el lugar del arte y la tolerancia; el teatro de la familia Ekdahl; el restaurante del tío Gustaf Adolf, es un ballet coreografiado con una contradictoria rigidez orgiástica y feliz.
Es la aceptación de la vitalidad de los sentidos, del disfrute en el que se sumerge. Es el otro lado de la vida, que no nos mostraba en su filmografía anterior. Esa luminosidad vital, colorida y feliz, revive en las escenas finales, como cerrando un círculo, con la vuelta a la casa familiar.
Los hermanitos crecen en un mundo armónico, salvado por el arte pero también deberán afrontar el horror y la resurrección.
Lo que está en el interregno es el pasaje infernal en la casa del Obispo Vergérus, en el que Bergman coloca la severidad protestante, la siniestra familia, las paredes blancas sin cuadros ni imagen ninguna, las rejas y los castigos físicos (los mismos que, según su autobiografía, recibía el niño Ingmar de su padre obispo). Es el mundo bergmaniano puesto en escena una vez más, pero con un rigor naturalista diferente al de la introspección psicológica y existencial de su filmografía anterior.
La única salvación es la magia. Es la que permite la huida del infierno luterano. Primero logra sacar a los chicos de la casa prisión del Obispo. Luego en la casa del judío Isak Jacobi, llena de misterios, Alexander descubre un territorio extraño, un territorio fantástico, regido por su sobrino Ismael. Un andrógino, un ángel caído, para transitar el terreno difuso que une la muerte con la vida, para desvanecer las diferencias entre el bien y el mal.
Ya no es la presencia bondadosa de su padre Oscar que se le manifiesta como un fantasma melancólico y temeroso, incapaz de proteger a los suyos.
Toda la sexualidad de los personajes bergmanianos se resume en Ismael; hombre o mujer, hombre y mujer al fin vueltos a la unidad originaria resultan en esta criatura que está más allá del tiempo, el bien o el mal, y que salva a Alexander. Hacia el bien a través del mal, la magia definitiva de un mundo dichosamente incomprensible.
Después del infierno vuelve la vida. Retorna el color, la generosidad radiante de la abuela Helena, que siempre está ligada al teatro, a la representación, al arte. Es la mirada bergmaniana del mundo con un giro místico y vital.
El texto de Un Sueño, Comedia onírica, de Strinberg, en boca de la abuela, cierra la pelicula, como si Bergman quisiera dejarnos ese mensaje final:
«El autor ha intentado en esta comedia onírica, imitar la forma incoherente aunque aparentemente lógica de los sueños. Todo puede ocurrir, todo es posible y verosímil. Tiempo y espacio no existen: sobre una insignificante base de realidad, la imaginación hila y teje nuevos dibujos: mezcla de recuerdos, vivencias, puras invenciones, absurdos e improvisaciones.
Los personajes se escinden, se multiplican, se doblan, se desdoblan, se evaporan, se condensan, desaparecen, se reúnen. Pero sobre todos ellos, hay una conciencia, la del soñador; para él no hay secretos, inconsecuencias, ni escrúpulos ni ley. Él no condena, ni absuelve, simplemente narra, y como generalmente en los sueños hay más dolor que alegría, recorre la vacilante narración un aire de melancolía y de compasión con todo lo vivo. El sueño, el libertador, se comporta a menudo como verdugo, pero cuando más fuerte es la tortura, se presenta el despertar y reconcilia al sufriente con la realidad que, por muy siniestra que pueda ser, sin embargo, en ese instante, es un placer comparado con los dolorosos sueños.»
Después de Fanny y Alexander, cuatro años antes de su muerte en 2007, vendría Saraband, otra vez el desencuentro y el dolor humanos cerrando un carrera artística y una vida.
El inmenso paréntesis que significó Fanny y Alexander fue una esperanza, con la que prefiero quedarme, como imagen de este cineasta del sufrimiento.